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El confinamiento

   El 14 de marzo de 2020 las calles quedaron vacías; y parece que nuestros corazones sufrieron esa misma ausencia de vida, de gente, de risas, de amor. Hemos estado demasiados meses viviendo de recuerdos, añorando cosas tan sencillas como un abrazo, o tan complicadas como tus mejores veinticuatro horas del verano, aunque eso siempre lo echas de menos. Más de dos meses de encierro han hecho de nosotros, ¡que ironía!, personas más cerradas, teniendo en cuenta la carencia de afecto de personas que no podían acompañarnos en nuestros peores momentos, en los más duros. Y es que, al final y al cabo, una pandemia no es algo que vivamos todos los años. Parece que si nos preguntan sobre nuestra experiencia durante el confinamiento siempre salen lagunas, o no nos acordamos. Puede que esto sea un modo de autodefensa para protegernos de aquello que no nos atrevemos a recordar, por la dureza que causó y el duro sentimiento de soledad que siguen pesando, incluso ahora, incluso siempre. Se cerraron los colegios, la gente que podía trabajaba desde casa, empezamos a oír hablar de los ERTE. Nuestro teléfono se convirtió en el arma más valiosa para comunicarnos y las videollamadas eran algo cotidiano. Si salías a por el pan, la ciudad parecía desolada. Toda era una circunstancia que parecía tan distópica, tan alejada de nuestra realidad, que no empezamos a asimilarla hasta pasados ya unos cuantos días, incluso semanas. Aplausos en las ventanas. Cifras de fallecidos. Muchas normas. Muchos posibles errores. Miedo, confusión, crisis.


En el gráfico inferior aparece la cronología del primero y más duro de los tres estados de alarma, que implicó el confinamiento de todo el país. Sus consecuencias no han sido solo económicas. Ha afectado también a la salud física y mental de las personas. 

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